miércoles, 28 de diciembre de 2011

El diablo cojuelo (1641)




     Llegándose Don Cleofás curiosamente (como quien profesaba letras y era algo inclinado a aquella profesión) a revolver los trastos astrológicos oyó un suspiro entre ellos mismos, que, pareciéndole imaginación o ilusión de la noche, pasó adelante con la atención papeleando los memoriales de Euclides y embelecos de Copérnico. Escuchando segunda vez repetir el suspiro, entonces pareciéndole que no era engaño de la fantasía sino verdad que se había venido a los oídos, dijo con desgarro y ademán de estudiante valiente:

-¿Quién diablos suspira aquí?

Respondiéndole al mismo tiempo una voz entre humana y extranjera:

-Yo soy, señor Licenciado, que estoy en esta redoma, adonde me tiene preso ese astrólogo que vive ahí abajo, porque también tiene su punta de magia negra, y es mi alcalde dos años hará. Pero tu has llegado a tiempo que me puedes rescatar, porque éste, a cuyos conjuros estoy asistiendo, me tiene ocioso, sin emplearme en nada, siendo yo el espíritu más travieso del infierno.

Don Cleofás, espumando valor, prerrogativa de estudiante de Alcalá, le dijo:

-¿Eres demonio plebeyo, o de los de nombre?
-Y de gran nombre_le repitió el vidrio endemoniado-, el más celebrado en entrambos mundos.
-¿Eres Lucifer?_ le repitió Don Cleofás
-Ese es demonio de dueñas y escuderos-le respondió la voz
-¿Eres Satanás?-prosiguó el estudiante
-Ese es demonio de sastres y carniceros-volvió la voz a repetirle.
-¿Eres Belcebú?-volvió a preguntarle Don Cleofás.

Y la voz a responderle:
-Ese es demonio de tahúres, amancebados y carreteros.
-¿Eres Barrabás, Belial, Astarot?- finalmente le dijo el estudiante.
-Esos son demonios de mayores ocupaciones- le respondió la voz-. Demonio más por menudo soy, aunque de momento en todo; y soy las pulgas del infierno, la chisme, el enredo, la usura, la mohatra; yo traje al mundo la zarabanda, el déligo, la chacona, el bullicuzcuz, las cosquillas de la capona, el guirigay, el zambapalo, la mationa, el avilipinti, el pollo, carretería, el hermano Bartolo, el carcañal, el guineo, el colorín colorado; yo inventé las pandorgas, las jácaras, las papalatas, los comos, las mortecinas, los títeres, los volatines, los saltambancos, los maesecorales, y , al fin, yo me llamo el Diablo Cojuelo.

-Con decir eso-dijo el estudiante-hubiéremos ahorrado lo demás. Vuesa merced me conozca por un servidor que ha muchos días que le deseaba conocer. Pero, ¿no me dirá, señor Diablo Cojuelo, por qué le pusieron este nombre a diferencia de los demás, habiendo todos caído desde tan alto que pudieran quedar todos de la misma suerte y con el mismo apellido?

-Yo, señor don Cleofás Leandro Pérez Zambullo, que ya le sé el suyo, o los suyos- dijo el Cojuelo-, me llamo de esta manera porque fui el primero de los que se levantaron en la rebelión celestial y de los que cayeron y todo; y como los demás dieron sobre mí, me estropearon; y así, quedé más que todos señalado con la mano de Dios y de los pies de todos los diablos, y con este sobrenombre; más no por eso menos ágil para todas las facciones que se ofrecen en los países bajos, en cuyas empresas nunca me he quedado atrás, antes me he adelantado a todos; que, camino del infierno, tanto anda el cojo como el viento; aunque nunca he estado más sin reputación que ahora en poder de este vinagre, a quien por trato me entregaron mis propios compañeros, porque los traía al retortero a todos.

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